Cámara de Diputados del Congreso de la Nación Argentina.
Transcripción del debate parlamentario del 25 de septiembre de 1933, que culminó con la aprobación de la Ley 11723 de Propiedad Intelectual. El 18 de septiembre había obtenido la media sanción en el Senado.
Propiedad Intelectual
Orden del día número 168
Honorable Congreso:
La Comisión Especial Parlamentaria encargada de estudiar el régimen legal de la propiedad intelectual, ha tomado en consideración los proyectos presentados por los señores diputados Roberto J. Noble y Domingo Rodriguez Pinto, por el señor senador Matías G. Sánchez Sorondo y el mensaje del Poder Ejecutivo; y, por las razones que darán los respectivos informantes os aconseja la sancion del siguiente
[Texto del proyecto proveniente del Senado]
Sr. Presidente (Cafferata). — En consideración.
Sr. Noble (R. J.). — Pido la palabra.
Postrada la República, señor presidente, por años y años de desorden administrativo, de desbarajuste financiero, de incuria evidente para afrontar y solucionar los problemas más elementales planteados por el incesante progreso material del país, le ha tocado a este Congreso encarar y resolver vastas y complejas cuestiones de orden económico, financiero e institucional. Mancomunados gobierno y Congreso, y dentro de este último identificados los partidos por el firme y patriótico propósito de reparar aquella desidia, de llenar ese vacío en el cuadro de la legislación argentina, llegamos a las postrimerías de este segundo período ordinario de sesiones con un bagaje de labor realizada que la historia aquilatará en su juicio objetivo y certero, aun cuando nuestros contemporáneos no la adviertan en su verdadero significado y valor.
La organización técnica de las riquezas fundamentales del país ha recibido renovado apoyo a través de leyes, proyectos de ley, deliberaciones y debates que, como los proyectos del malogrado de Tomaso sobre carnes, granos, petróleo y colonización, abren la perspectiva de una nueva política económica en la cual se asentará, sin duda, la futura grandeza del pueblo argentino. Pero en estos dos años escasos y apretados de trabajo, no sólo se ha encarado la organización técnica de las industrias fundamentales, sino que infinidad de otros problemas han caído bajo la órbita de acción de este Congreso. Aproximadamente en dos centenares de sanciones hemos fortalecido la tutela del Estado para el derecho obrero; hemos trazado en el territorio argentino las rutas fecundas que van a facilitar el comercio y el intercambio interno; se ha restituído la República Argentina al concierto de las naciones civilizadas, asociándose a la gran empresa pacifista de Ginebra, arrancándola así al hosco aislamiento que la divorciada del resto del mundo, y se ha proyectado y emprendido un vasto plan de obras públicas. (¡Muy bien! ¡Muy bien!).
¿Qué faltaba, señor presidente, para completar en todos sus matices este cuadro de recias tintas que refleja nuestra acción legislativa y que traduce un momento decisivo en la evolución del país? Faltaba integrarlo con una pincelada de color que fuera testimonio de nuestra preocupación por los problemas y prerrogativas del espíritu; faltaba esa nota alda y la hemos obtenido al concederle estado parlamentario a una iniciativa que significa decir a los investigadores científicos, a los creadores de belleza y a los intérpretes de la emoción popular: vuestro noble afán es tan fecundo e indispensable para el progreso de la República como el de quienes hincan la reja del arado para arrancar a la tierra ubérrima de nuestras pampas la floración magnífica de sus trigales?
Puesto en el trance, señor presidente, de informar este proyecto de ley, me siento obligado, como autor de la iniciativa en esta rama del Congreso y para corresponder a la buena disposición evidenciada por mis distinguidos colegas de todos los sectores acuciados en este momento por la falta de tiempo para materializar tantas y tan importante iniciativas que esperan sanción, a limitar mi intento a lo estrictamente indispensable, para que quede fijado el pensamiento de la comisión sobre algunos puntos esenciales de la ley.
Abrigo, pues, el propósito de ser muy breve, dentro de lo compatible con la calidad e importancia de este asunto. No creo que ello vaya a influir sobre la sanción que deberá producir la Honorable Cámara, porque si hay alguna materia ampliamente debatida en el comentario público, es esta de la reforma de la ley de propiedad intelectual. En las columnas de los diarios, en la cátedra, en el libro, en los estrados de la justicia y finalmente en el luminoso debate producido en el Senado, se ha agotado la argumentación en favor de la reforma de y los principios a que ella debe atenerse. No habrá entonces un legislador que no tenga formada idea clara sobre esta cuestión. Además, señor presidente, la comisión ha editado un voluminoso folleto, anexo a la orden del día número 124, que los señores diputados tienen sobre sus bancas, y en el cual, como habrán podido advertirlo, se consignan importantes antecedentes de este despacho, que servirán como elementos propios e inestimables para la interpretación de la ley que nos disponemos a votar.
En estas condiciones, señor presidente, sería totalmente inoperante e indiscreto disparar sobre la Honorable Cámara un extenso y erudito discurso sobre el despacho de ley que informo. Antes bien, he pensado que el mejor homenaje a una ley de protección de la propiedad literaria, o por lo menos el más eficaz y apreciado en estas circunstancias, consistirá, precisamente, en sacrificar la extensión de mi discurso. Me reconforta pensar que no será esta la primera vez que se contribuye al progreso de la buena literatura desechando una oportunidad de cultivarla...
Por lo demás, señor presidente, la parquedad de mi informe me coloca en esta materia a la altura de un antecedente ilustre, que compensa con creces el sacrificio impuesto: la primera formulación legal, completa y efectivamente trascendente, de la propiedad intelectual; la verdadera declaración de los derechos del autor sobre las obras producto de su ingenio hízose en 1793 en la Convención Constituyente de Francia, con dos palabras precisas y certeras del relator de la Comisión de Instrucción Pública, Mr. Lakanal. No resisto a la tentación de leerlas, porque, a pesar del tiempo transcurrido —un siglo y medio— ellas tienen todavía una intención que les asigna en nuestro ambiente un valor de actualidad inestimable.
Dijo M. Lakanal, al informar la ley literaria francesa que todavía rige:
«Ciudadanos: Entre todas las propiedades, la menos susceptible de ser discutida, aquella cuya afirmación no puede ni herir la igualdad republicana, ni echar sombras sobre la libertad, es la que se refiere a los frutos del genio; y si hay algo que deba asombrarnos, es que sea necesario reconocer esa propiedad y proteger su libre ejercicio por medio de una ley positiva, que haya sido necesaria una tan grande revolución como la nuestra para imponer sobre esta materia, como sobre tantas otras, las nociones más simples de la más elemental justicia».
«Ocurre que el genio, en el silencio, alumbra una obra que dilata los límites de los conocimientos humanos y en seguida los piratas literarios se echan encima de ella, y el autor no marcha hacia la inmortalidad sino a través de los horrores de la miseria. ¡Y hasta sus hijos!... Ciudadanos: la posteridad del gran Corneille se extinguió en la indigencia!».
«Si fuera cierto, como pretenden los corsarios editores, que el hecho de la impresión convierte los frutos del escritor en una cosa del dominio público, él no podría aprovechar útilmente su propiedad, ya que la perdería en el instante mismo de ejercerla».
«¿Qué fatalidad justifica que el hombre de genio, que consagra sus vigilias a la instrucción de sus conciudadanos, no pueda asegurarse más que una gloria estéril, sin que le sea permitido reivindicar la retribución legítima a tan noble esfuerzo?».
Y terminaba: «Es solamente después de una atenta deliberación que vuestra comisión os propone consagrar estas disposiciones legislativas, las cuales, por así decirlo, constituyen la declaración de los derechos del genio».
Así surgió, señor presidente, la ley literaria francesa de 1793, que está todavía en vigencia. La Cámara y el miembro informante estarán pues, en buena compañía al tratar este despacho con estricta parquedad. Claro está que ello no quiere decir que no me sea permitido relevar en dos palabras el valor técnico de este proyecto de ley, injustamente señalados en un comentario periodístico reciente, como el producto de trabajos apresurados y sin mayor reflexión.
Ya me he referido, señor presidente, al anexo a la orden del día, y debo volver a hacerlo para significar que basta poner los ojos en él y se advertirá en seguida la seria y profusa documentación que ha ilustrado el criterio de la Comisión Parlamentaria Espeical. En el examen de estos antecedentes podrá verificarse que este despacho se ha elaborado teniendo a la vista las leyes más modernas sobre propiedad intelectual, como la ley italiana, la brasileña y la alemana, constatadas con las doctrinas de los más autorizados tratadistas como Piclan, Casseli, Pelletier, Touillet, Huart, Mack, etcétera, quienes resumen en sus obras la jursiprudencia y todo el movimiento de ideas producidos en el mundo moderno alrededor de esta cuestión.
Todo este material ha sido parecido y juzgado por nuestros distinguidos compañeros de comisión. En el Honorable Senado por nuestro presidente el doctor Sánchez Sorondo, tan certero en su juicio técnico como enjundioso y elocuente en sus exposiciones públicas y por el brillante hombre de letras Mario Bravo; en esta Cámara por el sagaz jurista doctor Ruggieri, y el estudio y eminente hombre de ciencia doctor Loyarte. No será ésta una obra perfecta, pero lo que sí afirmo, es que ella ha sido preparada con método seguro, obstinada paciencia y extraordinario entusiasmo por los miembros de la comisión. Y si esta labor pudo cumplirse en corto plazo, lo único que quiere decir es que ninguno de los miembros de la comisión esperó a ser designado para ponerse a estudiar el asunto y pertrecharse de las ideas claras, precisas y congruentes que dan unidad al despacho.
La urgencia de esta ley no responde a una vana preciptación de quienes la gestionaron y concibieron; nos viene impuesta, señor presidente, por la falta de realidad legal del precepto constitucional que impone al Congreso la obligación de asegurar a todo autor o inventor la propiedad exclusiva de su obra, invento o descubrimiento por el término que el acuerde la ley. Así, pues, esta ley, de carácter y jurisdicción federal, dictada en razón de disposiciones constitucional inequívocas y destinada a completar la ley de patentes de invención, no puede ser demorada por el Congreso sin incurrir en grave ofensa a los intereses sagrados de la producción intelectual.
Las características primordiales que debe revestir en el estado actual de las ideas una ley de propiedad intelectual han sido plenamente logradas en este despacho. Se han substituído las sanciones inocuas de la ley 7.092, que significaban dar libre curso a la piratería por una sanción penal que comprende la falsificación y edición clandestina de las obras dentro de la figura jurídica de la defraudación diseñada en el Código Penal. Adoptamos así un criterio reflejado en casi toda la legislación extranjera y sancionado por los congresos internacionales. Se ha extendido a treinta años el exiguo plazo de diez, establecido en la ley vigente como término del derecho de propiedad en favor de los herederos, y al obrar así se ha procedido con verdadera prudencia, puesto que la doctrina y legislación extranjeras aconsejaban ir más allá; prolongando hasta cincuenta años el plazo fijado en el despacho.
Poniendo a contribución la jurisprudencia y doctrina más modernas, adoptando casi a la letra artículos de las leyes más técnicas y precisas, se han contemplado cabalmente casi todos los aspectos de la actividad editorial, del régimen de la colaboración, de la venta y de la ejecución y representación de las obras.
El artículo 10 de la ley 7.092, que fija el régimen jurídico aplicable a las obras extranjeras, ha sido mejorado en su redacción y alcance, de suerte que la propiedad de las obras extranjeras quede ampliamente protegida, tal como corresponde a la jerarquía y dignidad lograda por la República en el concierto de las naciones civilizadas.
La falta de una lectura atenta del despacho ha hecho ver una contradicción, que no existe, entre este tratamiento a las obras extranjeras cuando ellas se editan en su versión original, y la exigencia del artículo 23, que manda inscribir las traducciones al idioma castellano en el Registro de la Propiedad Intelectual dentro del año de publicadas.
Se ha dicho que en este punto, y por lo que se refiere a las traducciones, quedaba derogada la justísima protección acordada, sin que nada lo justificase. Afirmo, señor presidente, que no hay tal contradicción, que el requisito de la inscripción de los contratos de traducción de las obras publicadas en el extranjero obedece al deseo de certificar y autentificar el derecho que hubo el traductor para traducir dichas obras. Este es el sentido de la excepción consignada en el artículo 14 del despacho, que corresponde al artículo 11 de la ley en vigor.
Por lo demás, señor presidente, está bien claro en el texto del artículo 23 del despacho, que la ediciń en el país de una obra, traducida y publicada en el extranjero, no podrá hacerse, sin incurrir en las sanciones penales previstas, sino una vez transcurrido el plazo de un año que se fija en el mismo artículo. Cualquier otra interpretación tergiversaría el sentido literal de las disposiciones de la ley y traicionaría el pensamiento de la comisión, que ha puesto especial cuidado en esta materia para no dejar una rendija, por donde pudiera filtrarse la derogación del sano y civilizado principio de protección amplia y sin restricciones a la producción intelectual extranjera.
Pido excusas a la Honorable Cámara por esta breve digresión, pero ella era imprescindible para revelar la inconsistencia de la única crítica digna de tenerse en cuenta, que se ha formulado a este proyecto de ley.
Hubiera deseado examinar, siquiera sea rápidamente, otros aspectos interesantes, como los que se refieren al procedimiento creado para poner en práctica las acciones derivada de la ley, el plan organizado para el fomento de las artes y letras y el derecho eminente del Estado para velar por la integridad y fidelidad en la publicación de las obras.
—Ocupa la Presidencia el señor vicepresidente 1ero. de la Honorable Cámara, doctor Héctor S. López.
Mas ello, señor presidnete, prolongaría esta exposición, que he deseado mantener, dentro de lo posible, en los límites de brevedad prometidos. Termino, pues, señor presidente. Pero antes deseo llevar el recuerdo de los señores diputados hacia aquel mundo de obreros de la cultura, de creadores de ciencia y belleza, de forjadores de ensueños, a quienes el Congreso va a hacer justicia sancionando esta ley de amparo al fruto de su trabajo; ley de amparo para el valor positivo que ellos crearon; ¡ley de defensa del caudal artístico y científico argentino surgido de un esfuerzo sin remuneración; ley que protegerá la labor de muchos años, muchas veces producida en medio de agotadoras vigilias de la carne y del espíritu!; ¡ley para todos los que, en medio de nuestro desarrollo económico constituyeronla falange del arte y de la ciencia y a pesar del ambiente tan poco propicio a las inquietudes del espíritu, investigaron en el gabinete, modelaron el bronce, esculpieron el mármol, publicaron sus libros, sus poemas, sus dramas, sus comedias y sus ensayos e inundaron el mundo con el acorde inconfundible del tango, dando así a todas las expresiones de la ciencia y del arte propios, el sello inconfundible del alma argentina! (Aplausos).
Puesto a hacer nombres, señor presidente, llenaría páginas enteras del Diario de Sesiones y aún así podría incurrir en una omisión cuya sola perspectiva me obliga a desechar el intento. Hacia todos ellos, pues, que han realzado la dignidad espiritual de la República, hasta hacer de Buenos Aires la Capital de todo un continente, precediendo y abriendo paso en las cuatro rutas del horizonte a la gestión decisiva de los diplomáticos, va mi recuerdo en esta hora intensa. para ellos, como justo estímulo y para que perseveren sin desmayo en su labor de alta cultura, el Honorable Congreso va a sancionar esta ley, que surge prestigiada por el voto de todos sus sectores. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos. Varios señores diputados rodean y felicitan al orador).
Sr. Saggese. — Pido la palabra.
Los legisladores que por acuerdo previo hemos convenido hacer uso de la palabra ne la consideración de la ley sobre la propiedad intelectual, literaria, científica y artística, en homenaje a la intensa labor que debe desarrollar este cuerpo en los pocos días que restan del período ordinario de sesiones, nos hemos impuesto el deber de ser muy breves y de expresar en la forma más sintética posible, pero a la vez expresiva dentro de nuestra capacidad, los sentimientos y el criterio con que abordamos la consideración de este despacho.
El Partido Radical, en cuyo nombre expreso las palabras que voy a pronunciar, hubiera visto muy complacido que en la formación de la Comisión Especial que ha producido el despacho de esta ley, hubiera figurado un representante del mismo. Nos habría sido íntimamente grato que en las deliberaciones previas a las propias del Senado y de la Cámara de Diputados, un representante radical hubiera aportado, con su intervención, los pensamientos del grupo radical a la confección de la ley que figura en la orden del día 168.
Deseamos dar con el voto entusiasta de los miembros del bloque la opinión que señalo y significar con las pocas palabras que pronuncio el deseo vehemente del sector radical para que este despacho de comisión sea convertido pronto en ley, a fin de que se garanticen de una vez por todas los derechos de los hombres que actúan en los centros artísticos e intelectuales del país.
En materia de propiedad literaria existen antecedentes cuantiosos. Se han expresado con abundancia de detalles en el debate que tuvo lugar en el Senado de la Nación el 18 del corriente mes y acaba de expresarlo también en forma breve y sucinta, pero asimismo elocuente el señor diputado por la Capital doctor Roberto J. Noble.
Podríamos sintetizar todos esos conceptos legales con las palabras que el doctor Juan A. Torrent expresó en una ocasión, cuando dijo: «La propiedad literaria y artística es el derecho de dominio sobre las creaciones de la inteligencia cultivada de cada uno. Es la más incontestable, la más legítima, la más característica entre todas las adquisiciones de que el hombre es capaz. Es de derecho natural y ese derecho natural está inalterablemente consagrado por la ley fundamental de nuestra patria y con las restricciones que señala reduciendo el goce y posesión de ella a tiempo determinado».
No era posible por tanto retardar por más tiempo la ley que garantizara y asegurara el derecho de propiedad sobre la obra artística, literaria y científica. El derecho de propiedad, señor presidente, es un derecho real, como lo decía el doctor Torrent y bien lo han dicho los oradores que han hecho uso de la palabra aquí y en el Senado; derecho real dentro de lo que esta terminología significa en nuestro derecho civil; derecho real sometido en cuanto al término de su ejercicio y a las condiciones especiales de realización a lo que disponga la ley especial.
No es preciso abundar en mayores argumentos para significar la necesidad inmediata de la sanción de esta ley. Episodios relacionados con abusos de toda naturaleza han dado lugar incesantemente al comentario periodístico y hasta a juicios en nuestros tribunales, sobre los excesos que se cometían con el fruto de la capacidad y de la inteligencia artística e intelectual. En estos días, con motivo de la actualización del asunto, se han recordado hechos y casos realmente significativos en aquel sentido.
Esta ley llega, pues, en buena hora, aunque asimismo en retardo. Creo, señor presidente, que el proyecto contiene algunas deficiencias. Podría ocurrir muy bien —y en ello estoy de acuerdo— que no contemplara en algunos detalles con la exactitud necesaria todas las cuestiones que el régimen legal de la propiedad intelectual involucra; pero entre tener una ley deficientísima como la que tenemos o consagrar una conquista positiva como la que este despacho significa, es ya mucho, señor presidente.
Es por eso que, sin entrar en consideraciones de detalle, hemos de votar la ley, la hemos de votar considerando que es un paso muy grande el que damos en la materia y entendiendo que, si algunas deficiencias contiene, ellas no han de ser tan graves como para hacernos detener en la sanción definitiva.
Una vez que esté dictada, una vez que ella consagre los derecho, las deficiencias que se anoten y los errores que se constaten podrán ser subsanados, pero ello nunca podrá ocurrir si no damos de una vez por todas el régimen legal que reclaman los intelectuales y artistas.
Podría entrar en consideraciones de mayor interés y hacer aunque más no fuera un examen rápido de los aspectos más esenciales del despacho. Pero no puedo ni debo apartarme del compromiso contraído con anterioridad en cuanto a la brevedad de mi exposición. En esa misma brevedad está la sinceridad de nuestro propósito y la convicción de nuestro anhelo.
Es por eso que, haciendo mías las palabras que se han expresado en el día de hoy en este recinto y en el Senado el día 18, al hablarse en favor de la iniciativa, dejo establecido, que los radicales vamos a votar con profunda convicción este despacho de ley, convencidos de que, mediante él y finalmente, los artistas e intelectuales argentinos tendrán un amparo en el derecho y en la ley.
Nada más. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos prolongados).
Sr. Ruggieri. — Pido la palabra.
Como firmante del despacho que considera en estos momentos la Honorable Cámara, y coincidiendo con lo que expresara el señor diputado por la Capital doctor Roberto J. Noble al prologar su discurso de miembro informante, sobre la oportunidad de desdeñar toda pretensión literaria en el momento en que nos proponemos corporizar en el texto de la ley el amparo a la producción intelectual, ceñiré, señor presidente, mi breve exposición, archivando apuntes, al comentario de algunas cuestiones concretas que se plantean en el despacho y que apenas se han rozado en las exposiciones de los señores diputados preopinantes.
Conviene precisar que en este despacho de la Comisión Parlamentaria se han eliminado las dipsoiciones de los proyectos primitivos sobre dominio del Estado. No hay artículos, en este proyecto, que establezca, directa ni indirectamente, el dominio del poder público sobre obras que no pertenecen al dominio privado. Se reconoce, como se ha dicho, el derecho de autor durante la vida de éste, derecho que pasa a sus sucesores hasta treinta años después de su fallecimiento. Cuando termina el dominio privado, se inicia el dominio público, y bajo este último régimen las obras podrán publicarse y traducirse libremente, sin obligación para los editores de abonar contribuciones a los sucesores, ni al Estado. La publicación de traducciones podrán hacerse, desde luego, sin previa anuencia oficial.
Los miembros socialistas de la Comisión Parlamentaria plantearon con claridad sus puntos de vista en el seno de la misma. No queríamos aventurarnos en un sistema de dominio estatal, no ensayado en ningún otro pueblo del mundo y que, entre otros peligros, por abarcar todas las obras producidas por el ingenio humano, publicadas en el interior o en el extranjero, ofrece el de crear un posible conflicto jurídico con las naciones de donde son originarias las obras, que no tan fácilmente reconocerían un usufructo que esos mismos Estados no se han reservado en sus respectivas jurisdicciones.
Por otra parte, el dominio del Estado sólo se concibe llenando estas dos condiciones: derechos de autor, para autorizar o no la publicación de una obra, y derecho para percibir la contribución que correspondería al Estado como heredero legal de los autores o traductores originarios.
En los proyectos del señor diputado Noble y del señor senador Sánchez Sorondo se construía un dominio de Estado sui géneris, porque ni hablaban de propiedad oficial ni se reservaba al Estado la facultad de no autorizar ediciones, ejecuciones o representaciones por particulares. No era en realidad dominio de Estado, sino dominio público pagante, porque lo que aseguraba era sólo el cobro de una regalía o contribución sobre el precio de las obras que no pertenecieran al dominio privado, nacionales o extranjeras, y editadas dentro o fuera del país. Hubiera sido avanzar demasiado en el campo de la propiedad intelectual sancionar un dominio de Estado que, como ya se ha dicho, no aparece en ninguna otra legislación.
Se ha citado con frecuencia, en los fundamentos de algún proyecto y en artículos periodísticos, la legislación italiana sobre la materia, que habría creado el dominio de Estado en el artículo 34 del decreto ley de 7 de Noviembre de 1925.
La cita es errónea. La ley italiana sanciona el dominio público después de vencido el término de protección al derecho privado, que prolonga hasta 50 años después del fallecimiento del autor. Y el artículo 33 de dicho decreto es terminante. «Transcurrido, dice, los plazos que establecen los artículos 26, 27, 29, 30 y 32 que se refieren al dominio privado del autor, de los sucesores, de los colaboradores y del traductor, cualquiera tiene el derecho de representar, ejecutar, publicar, reproducir y difundir la obra, salvo lo dispuesto en los artículos 16, 24 y 34».
El principio, pues, es que el dominio pertenece a todos y no al Estado, y en cuanto a las reservas sobre lo dispuestos en los artículos 16, 24 y 34, son de dos clases: la primera, es el derecho moral de los sucesores para impedir que se desconozca la paternidad del autor y que se modifique, adultere o mutile la obra, en tal medida que perjudique sus intereses morales; y la segunda, que ha fundado la presunción de la existencia del dominio del Estado, es el derecho reservado a éste para percibir el 5% de los ingresos burtos que produzca la representación o ejecución de obras en espectáculos públicos, aun en aquellos que tengan fines benéficos, no de lucro mercantil, y aunque las obras representadas hubieran caído en el dominio público en su país de origen.
Esto no es dominio del Estado. En la doctrina, como ya he expresado, se conoce con el nombre de dominio público pagante, como lo sería —y valga la repetición del ejemplo— si estableciéramos en una ley de impuestos que el fisco cobrará el 5% de las entradas a un teatro en que se represente una obra por la que el empresario, o la compañía de actores, no pagan derechos de autor, en razón de haber caído aquélla en el dominio público.
Los proyectos que ha modificado el despacho en discusión iban más lejos que la previsión especial de la ley italiana. Propiciaban el gravamen sobre todas las publicaciones, reproducciones o representaciones de obras que no pertenecieran al dominio privado, y si bien establecían que en todos los casos se autorizarían esas ediciones o representaciones, agregaban que éstas debían ajustarse a las condiciones que impusiera el Registro de Propiedad Intelectual.
Otra legislación que se ha citado es la de Rusia soviética, regida por principioes que no excluyen y qeu antes bien reafirman el dominio público sobre la propiedad intelectual. En dicha legislación se reserva al Estado el derecho de expropiar, con indemnización, una obra que se publica o aparece por primera vez en el territorio de la Unión Soviética. Esas expropiaciones deben ser resueltas siempre por ordenanzas dictadas por el Consejo de Comisarios del Pueblo. Y el principio general establecido en el artículo 14 de la ordenanza o ley vigente, es que con excepción de las obras expropiadas por el Estado, caen todas en el dominio público una vez vencido el plazo fijado para la protección del derecho privado.
Particularidades de la ley rusa del año 1928 son las siguientes: el dominio privado se reconoce hasta 15 años después de fallecido el autor, y en cuanto a la traducción de las obras, es libre y no se considera que viola el derecho de los autores.
En Francia se ha proyectado más de una vez la institución del dominio del Estado, pero no ha conseguido todavía penetrar en el texto de la ley. Hago notar que el Partido Socialista francés, por resolución del Congreso de París de 1927, incluyó en su programa electoral el principio del Estado heredero; pero más que para asegurar la propiedad del Estado sobre las obras que ahora caen bajo el dominio público, para reducir el derecho de autor o en otros términos, para limitar los plazos del dominio privado.
Lo que nos interesa, como antecedente, es que los cuerpos legislativos no han decidido hasta ahora la adopción de principios tan avanzados, sobre los que se ha abierto una polémica que aborda todos los aspectos de la repercusión que tendría el régimen del Estado heredero en lo que se refiere a la difusión del libro, al aprovechamiento espiritual de las buenas obras, al interés de la protección intelectual y también, señores diputados, a la independencia mental de los autores.
Cuando pueblos de cultura milenaria, con sólidas organizaciones y sindicatos de autores; con una gran producción literaria, científica y artística; con una experiencia jurídica de siglos, no se han atrevido a adoptar la fórmula del Estado heredero, ni siquiera la del dominio público pagante, hubiera sido cabalgar en alas de una fantasía peligrosa la adopción en nuestro país de un sistema semejante; aquí, donde todavía no nos ponemos de acuerdo sobre principios elementales definitivamente incorporados al patrimonio jurídico de otros pueblos del mundo. Pero si nos hemos aceptado el dominio del Estado, reconocemos, sin embargo, el derecho moral de éste para evitar que las obras de dominio común se modifiquen, adulteren o mutilen, en su fondo o en sus formas esenciales. Organizamos así como un poder de policía intelectual que se ejercerá con las garantías de un jurado constituído por hombres de letras, de ciencia o de arte, según sea la naturaleza de las obras que se consideren, y cuya tarea de investigación y de juicio podrá provocarse por denuncia de cualquiera del pueblo y aún por iniciativa del mismo Registro de Propiedad Intelectual.
Esos jurados tendrán también la facultad de ordenar la corrección de una obra e impedir la circulación de la no corregida; como también la de multar a los que infrinjan las prohibiciones resueltas después de estudiar cada caso denunciado.
Debo recoger, señor presidente, aun a riesgo de prolongar por algunos minutos más esta exposición, otras observaciones formuladas al despacho de la Comisión Parlamentaria.
Se ha dicho, por un órgano importante de opinión, que este proyecto deja todavía en desamparo, abriendo las puertas a la piratería intelectual, al autor extranjero. Ha señalado, para demostrarlo, una supuesta contradicción entre lo que disponen los artículos 13 y 14, por una parte, y el 23, por otra.
Conviene disipar ese error en el debate legislativo, para evitar interpretaciones que serían perjudicales si encontraran eco en los señores jueces.
El artículo 13, establece que todas las disposiciones de esta ley son aplicables a las obras científicas, artísticas y literarias publicadas en países extranjeros, sea cual fuere la nacionalidad de sus autores, siempre que pertenezcan a naciones que reconozcan el derecho de propiedad intelectual.
Y el artículo 14: «Para asegurar la protección de la ley argentina, el autor de una obra extranjera sólo necesita acreditar el cumplimiento de las formalidades establecidas para su protección por las leyes del país en que se haya hecho la publicación, salvo lo dispuesto en el artículo 23 sobre contrato de traducción».
El artículo 23, dispone: «Los traductores de una obra tienen sobre su traducción el derecho de propiedad, siempre que haya sido autorizada por el autor y con las reservas que éste haya estipulado y los contratos de traducción se inscriban en el Registro de Propiedad Intelectual dentro del año de la publicación de la obra traducida».
«La falta de inscripción del contrato de traducción trae como consecuencia la suspensión del derecho del autor o sus derechohabientes hasta el momento en que la efectúe, recuperándose dichos derechos en el acto mismo de la inscripción, por el término y condiciones que correspondan, sin perjuicio de la validez de las traducciones hechas durante el tiempo en que el contrato no estuvo inscripto».
Haciendo jugar estas tres disposiciones del proyecto, se dice que facilitarán la traducción libre por la posibilidad, que sería frecuente según el modo de ver de esa crítica, de que entre la aparición de la obra original y la inscripción del contrato de traducción transcurra fácilmente más del término de un año que se establece para dicho registro, a efecto de dejar reconocidos los derechos del autor.
Se ha añadido que hasta es posible que la traducción autorizada no aparezca durante largo tiempo, mientras no se conozca o aprecie el valor de la obra original y despierte el interés de los que quieran y puedan editarla, con contratos de traducción, en nuestro idioma.
El error estriba en confundir la protección al derecho de autor sobre la obra original, con la protección al derecho de traducción.
Para el amparo a los derechos sobre la obra originaria sólo regirá, y exclusivamente, el procedimiento establecido en los artículos 13 y 14 del proyecto.
¿Qué ocurrirá con el derecho a la traducción? Cuando el autor la autoriza se exige la inscripción del respectivo contrato, para hacerlo valer en este país y a efecto de proteger la exclusividad de la traducción; requisito que deberá cumplirse dentro del año de la primera publicación de la obra traducida. Es decir, subrayamos el concepto, que el plazo correrá no desde la aparición de la obra en su idioma original, sino desde que se publique la traducción en virtud del contrato que la autoriza. En otros términos: no hay plazo de inscripción mientras no exista contrato de traducción. Más todavía: mientras no se edite la traducción de la obra.
La obligación legal que se comenta es indispensable, porque ella define con toda nitidez el principio que encierra este despacho. Mientras no se traduzca al castellano, o no se edite en este idioma una obra originariamente escrita en otro; no será legal la publicación o difusión en nuestro país de una traducción no autorizada por el autor. No lo será tampoco la que aparezca antes de cumplir un año de publicada la traducción autorizada —insisto en este concepto— háyase o no inscripto el correspondiente contrato. Sólo después de fenecido ese plazo, en la forma reiteradamente expresada, y siempre que dentro del mismo no se hubiera inscripto el mencionado contrato, tendrá validez la traducción editada sin expreso permiso del autor.
Es evidente que el autor y el editor que contratan la traducción, tienen tiempo más que suficiente para inscribir su contrato; trámite, éste, que no puede regirse por las disposiciones relativas a la obra original. El registro del contrato es una garantía positiva para los mismos autores, porque prueba, sin lugar a dudas, que una traducción que se difunde en el país ha sido efectivamente autorizada por ellos, y además asigna al control de nuestro Registro una importancia que deben reconocer cuantos desde el extranjero reclaman la protección amplísima de la ley argentina.
Cabe observar también que el requisito de la inscripción no ofrece ni remotamente los peligros que se han denunciado sin ahondar el estudio del problema. Lo que interesa, señores diputados, —y esto va sobreentendido— es la traducción al idioma del país. Si la autorización para efectuarla no se concede por el autor a escritores argentinos, americanos o españoles aquí radicados, y para editar también en nuestro país la obra traducida, es evidente que se acordará, en la mayoría de los casos, a quien pueda traducirla y editarla en España. Esto es precisamente lo que ocurre ahora. Nadie ignora que la industria editorial española cuida con celo ejemplar el mercado argentino; que su organización es la más perfecta que aquí se conoce, y que ha acreditado en el país una activa e inteligente representación de sus intereses.
Es realmente absurdo pensar que tales empresas no encuentren tiempo para registrar su contrato de traducción, no ya antes de cumplir el plazo legal de un año corrido desde la primera edición de la obra traducida, sino aún antes de esta publicación. La realidad editorial del momento no autoriza la conjetura de esa imposibilidad.
Se argüirá, señor presidente, con la posible existencia de contratos a favor de editores de otros países de América; pero nada permite suponer que tendrán menos facilidades para el trámite que se exige. Esto facilitará tanto como su interés por la difusión de las obras, la organización de sus representantes permanentes en el país. Así se defenderán con eficacia de la competencia desleal y dolosa de quien o quienes publiquen las mismas obras infringiendo los derechos de autor.
El mejor argumento que podría hacerse en esta Cámara contra los que temen una burla a los derechos del autor extranjero, es la crítica que oponen escritores argentinos de prestigio, bajo algunos aspectos fundada, contra la solución legal del despacho, y no precisamente porque éste conspire contra los derechos de los autores extranjeros, sino porque ataca, según su modo de ver, los intereses de la cultura argentina, de la industria editorial del país y los de los propios escritores argentinos, que en gran parte viven del trabajo, pobremente remunerado hasta ahora, de traducción; trabajo que en cierta medida sirve para acrecentar su propia cultura y su producción literaria y además, para emanciparlos de la dependencia periodística.
No creen nuestros escritores, como tampoco las empresas editoriales del país, que se beneficien con la obligación del registro de los contratos de traducción celebrados en el extranjero. Sostienen que el amparo a los autores y traductores es excesivo, como que se reconoce aún para los de países que han estructurado su régimen de propiedad intelectual sin ofrecer la garantía de la reciprocidad.
Principios que parecerán novedosos, inspirados en el generoso propósito de defender la cultura argentina, que está por encima de los pleitos mercantiles de las casas editoras, son los consignados en el artículo 6to. del despacho e introducidos por iniciativa de la representación socialista en la comisión. Niega esta disposición a los herederos o derechohabientes del autor el derecho a oponerse a la reedición de las obras de este, si dejan transcurrir más de diez años sin disponer su publicación, como igualmente a que después de diez años del fallecimiento del causante se traduzca libremente la obra original. Sin perjuicio de asegurar en ambos casos, la retribución pecuniaria que pueda corresponder al autor o a sus sucesores y que se fijará por árbitros, si no existe conformidad de las partes.
Otro punto sobre el cual ha abundado la controversia periodística es el relativo a la propiedad de las noticias. Se ha reclamado contra la divulgación inmediata por terceros de las informaciones noticiosas publicadas como primicia en un determinado órgano de la prensa. La comisión ha procedido con prudencia y justicia en este asunto, de suyo complejo y difícil, de la propiedad periodística. Ha establecido de manera precisa, y con una amplitud que no puede desconocerse por la Cámara, que los artículos no firmados, colaboraciones anónimas, reportajes, dibujos, grabados o informaciones en general, que tengan un carácter original y propio, publicados por un diario u otras publicaciones periódicas por haber sido adquiridos por éste o por una agencia de informaciones con carácter de exclusividad, serán considerados como de propiedad del diario o revista u otras publicaciones periódicas o de la agencia. En cuanto a las noticias de interés general, el segundo apartado del artículo 23 del despacho dispone que podrán ser utilizadas, transmitidas o retransmitidas; pero cuando se publiquen en su versión original, será necesario indicar la fuente de ellas.
No he encontrado soluciones distintas en la doctrina, en la legislación ni en la jurisprudencia extranjeras sobre esta materia.
La información noticiosa adquiere, desde luego, un lugar prominente en el periodismo moderno. Se aplica especial cuidado en no perder la menor noticia y es sin duda un arte el hallazgo de las novedades. El desarrollo de la cultura general ha contribuído al prestigio de este arte. Lo que exigimos al periodista, dice Brunetiére, en un discurso de recepción en la Academia Francesa, es el plato del día, y hasta queremos que el plato se nos sirva siempre caliente.
Es natural que los esfuerzos de las empresas periodísticas tiendan a asegurar no sólo la calidad y exactitud de las noticias, sino también la primicia de su publicación.
En su obra sobre la vida jurídica y las responsabilidades civiles del periodismo, George Duplat observa que esos esfuerzos y sacrificios conducen al reconocimiento de que las informaciones y las novedades pertenecen al diario a título de propiedad privada; pero, como el diario recoge estos hechos para publicarlos, el resultados de sus esfuerzos y sacrificios conducen al reconocimiento de que las informaciones y las novedades pertenecen al diario a título de propiedad privada; pero, como el diario recoge estos hechos para publicarlos, el resultado de sus esfuerzos no puede garantizarse más allá de los límites del derecho exclusivo a la prioridad de la publicación. Esa protección no es inútil, porque todas las astucias se han ensayado por los cazadores del periodismo a fin de conseguir las informaciones de un colega: gratificaciones a los redactores, a los impresores y hasta a los tipógrafos, nada se ha descuidado para conseguir la información por contrabando. Pero, añade el mismo autor, «hecha la publicación, el diario ha cumplido su fin; por su sola publicidad la noticia ha caído en el dominio público; la conclusión que se impone, por lo tanto, es que las informaciones son susceptibles de apropiación privada, y como propiedad deben ser protegidas, pero sólo hasta el momento de su publicación».
Una sentencia de la Corte de Casación francesa ha sintetizado admirablemente la doctrina más difundida y aceptada en esta materia: «Los despachos, dice la sentencia, no son sino el medio más rápido de llevar a conocimiento del diario y de sus lectores los hechos recientes, los acontecimientos todavía desconocidos y su valor radica en la ignorancia de estos sucesos. Mientras ellos se mantienen bajo la forma de despachos privados, son lo mismo que una carta misiva, de propiedad del diario al cual son dirigidos, y el tercero o el periodista que los sorprende o que se hace dar subrepticiamente una copia, atentaría contra la propiedad ajena y se haría pasible de daños y perjuicios. Pero, continúa la sentencia, los hechos, los acontecimientos que estos despachos anuncian, caen bajo el dominio común y no pueden ser objeto ellos mismos de un derecho privado. La sola ventaja del diario que los publica por primera vez, de cualquier manera y a cualquier precio, es el ofrecer la primicia a sus lectores. Desde que la información es conocida y se pone en circulación, pertenece a todo el mundo, y aquel que la ha publicado no tiene más derecho que cualquier otro».
Como se ve, señor presidente, el proyecto en discusión protege la propiedad de las informaciones mientras no se publican y aun de aquellas ya publicadas que se adquieran con carácter de exclusividad; pero las noticias de interés general, una vez aparecidas, pertenecen al dominio común, y no es posible asegurar legalmente para las mismas una exclusividad de publicación que afectaría por otra parte a la modesta prensa del interior, que se nutre, como es natural, de las informaciones que han adelantado los grandes diarios de la Capital.
He completado el informe erudito del señor diputado doctor Noble. Al prestar nuestra firma personal al despacho, y al apoyarlo unánimente nuestro sector, entendemos servir un profundo anhelo público, aunque no a todo el que expresa en sus angustias democráticas el país.
Protegemos con este proyecto de ley el derecho material de cuantos autores ofrendan al mundo las flores exquisitas de su ingenio; pero no legislamos sobre la protección a esa propiedad, más inviolable que ninguna otra, que es la libertad de pensar. A los argentinos nos consuelan las garantías de nuestra Constitución política, que en sus primeras palabras asegura a todos los habitantes la libertd para pensar, para publicar sus ideas, verbalmente o por medio de la prensa; pero ante los Facundos redivivos que quieren retrotraernos a la época fatídica de la montonera, formulamos votos, al sancionar esta ley económica de propiedad intelectual, de que no sea jamás quebrantado el derecho de defender sin trabas nuestras ideas sociales, filosóficas y científicas, y de servir al progreso histórico de la Nación con la misma libertad con que los próceres del pasado pudieron construir la figura magnífica de nuestra nacionalidad. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos).
Sr. Dickmann (E.). — Pido la palabra.
Un caso de conciencia ciudadana y estado de probidad mental, señor presidente, me obligan a pronunciar alunas palabras, casi diría, al margen de este despacho.
Será mi exposición una acotación al debate. Asimismo considero de un ineludible deber moral decir lo que me propongo al respecto.
Votaré la ley de propiedad literaria sin una fe profunda, sin una convicción sincera. La votaré por uno de esos estados de ánimo al cual uno no puede substraerse; la votaré por prejuicio. Me sucede en este caso, habiendo analizado mi propia conciencia, lo que sucedió a Mefistófeles en el inmortal poema de Goethe: iba con Fausto por el camino y encontró a su paso una cruz; Mefistófeles se inclinó ante la cruz y Fausto le preguntó: ¿por qué ante la cruz, así bajas la cabeza?, contestando aquél: porque lo quiere la rutina y el prejuicio: eso es todo.
Estamos creando por ley una nueva propiedad y los socialistas que somos críticos de la propiedad ya constituída, hemos de ser muy parcos en la creación de nuevas formas de propiedad; hemos de establecerla con toda clase de limitaciones, restricciones; denunciándola desde su creación en todas sus fallas o defectos.
Sucede con la propiedad literaria todo lo contrario a lo que sucede con la otra propiedad, con la material. La otra propiedad, principalmente la de la tierra, no ha sido creada por ley, no fué un asunto de derecho; eran rudos conquistadores que se apoderaban del suelo, basados en la fuerza de su espada. La propiedad en general ha sido creda por la fuerza y luego vino consolidada por el derecho, y esta nueva propiedad se va a crear de toda pieza por el derecho. Es un modo distinto, fundamentalmente opuesto a la clásica propiedad rural y todos sus derivados.
En los tiempos más remotos, cuando nuestros lejanos abuelos crearon la propiedad del suelo por derecho rudo de conquista, la propiedad intelectual no existía. Fueron los tiempos de la creación expontánea y anónima. El patrimonio humano en el terreno mental y moral, data de aquel tiempo. Las más grandes creaciones del arte y de la belleza, aun de la verdad desde el punto de vista moral y religioso, datan, de aquellos tiempos, en forma anónima. ¿Quién es el creador y propietario de la Biblia? ¿Quién es el propietario de los Evangelios? ¿Quién es el creador y propietario de la Odisea y de la Iliada, cuyo autor se dice fué viejo y ciego y la crítica moderna lo niega? ¿Quiénes son los propietarios de los grandes poemas de la antigüedad? Son creaciones expontáneas y anónimas que se han incorporado al patrimonio colectivo de la humanidad sin dar derecho de propiedad a nadie. Ese es el aspecto más trascendente y mas bello de la primitiva creación de la belleza y de la verdad.
Asimismo, señor presidente, yo comprendo que para crear buenas obras se necesita asegurar cierto bienestar material a sus autores, y para asegurar cierto bienestar material hay que establecer ciertas reglas legales. Pero yo diría a los creadores de arte, de belleza y de verdad, que, en su vida material acepten y practiquen el principio de San Francisco de Asís. Este santo excelso, al hablar de sus propias necesidades materiales, dijo: yo necesito poco y de lo poco, muy poco.
No pueden pretender los autores, los escritores, los músicos, los escultores, los hombres de ciencia —si lo son de verdad, si obedecen a una imperiosa vocación— hacer de su arte o de su ciencia un negocio de lucro y de ganancia. Deben afirmar que necesitan poco y de lo poco, muy poco. Así también confirmarían el apotegma del gran poeta Enrique Heine, el ruiseñor de Alemania, que al hablar de los genios, dijo: los genios son como los nísperos, maduran sobre la paja. Queriendo decir con ello que debían vivir en extrema pobreza.
Todos los grandes artistas, todos los grandes credores de belleza, los verdaderos genios, que se pueden contar a dedo a través de la humanidad, han practiado el sacro principio de San Francisco de Asís. Basta conocer la novela romántica del siglo pasado, la Boheme de Murget, tan famosa, no por la novela, sino por la ópera de Puccini, para ver al poeta, al pintor, al filósofo, vivir en las bohardillas; y en ese tiempo de exaltación mental, que madura en la pobreza, han creado las obras más inmortales.
Por otra parte, ¿quién puede decir que es propietario de una obra de arte o de ciencia? El más eximio artista y el más genial sabio, no podría afirmar con probidad mental que es propietario de la obra por él creada.
Saben los señores diputados que todos los dramas de Shakespeare, los más grandes que se han escrito en la humanidad, no son propiedad de él; él tomó dramas escritos antes, leyendas y relatos de autores contemporáneos o anteriores a él; tomó también a Plutarco en sus Vidas paralelas, el argumento, los hechos y les dio nuevo molde, con las nuevas formas de viejos argumentos. Shakespeare, el más grande, el más genial, el más inmortal, el más insuperado y el más insuperable autor dramático, no podría afirmar que es propietario de sus obras. Así como muchos creen, y hasta ahora todavía los hay, que el fué un plagiario. ¿Shakespeare plagiario?
¿Quién puede, pues, señor presidente, decir que es propietario de una obra literaria o de una obra científica? El literato recoge del ambiente, evoca reminiscencias, digiere lecturas, elabora ideas tomadas de autores; y cuanto más ideas y más sentimientos tomados de otros autores anteriores a él entran como ingredientes en su crisol artístico, más grande y genial será su obra.
Los hombres de ciencia son todos continuadores de sus antecesores. Los más grandes genios en las ciencias han sido los que han recogidos todas las verdades, todos los postulados y todos los principios de sus antecesores y los han ampliado, les han dado forma nueva y los han renovado y agrandado. Ni el mismo Newton podría jactarse de ser propietario de sus leyes. Antes que él, Galileo, Kepler, Copérnico, le han dado los materiales necesarios para formular su ley inmortal de la gravitación universal.
¡Y qué decir de los modernos autores! ¿Alguien puede decir que es propietario? Estoy seguro que al más original, al más grande, con lente microscópico de una crítica sagaz e implacable, se le puede encontrar, en cierta medida, que es un plagiario, y que a veces pronuncia o escribe frases que cree son de él, cuando en realidad son propiedad de otros y que en su subconciencia aparecen como propias.
Es, pues, la propiedad literaria una cosa muy relativa y singular. Yo haría votos para que en el porvenir, todos los hombres tengan suficientes medios de vida para que puedan dedicarse a algún arte o ciencia, objetiva, impersonalmente, sin buscar recompensas materiales de ninguna naturaleza, porque en esta forma serán ellas las obras más sinceras, las más austeras, las más objetivas, las más carentes de egoísmo y de afán de lucro y de negocios, y por ello mismo las más espontáneas.
Y no quiero inferir un agravio a los señores diputados, al evocarles todos los grandes genios de la humanidad, en su solemne pobreza, en su santo ascetismo. Los verdaderos santos han sido los grandes genios de la humanidad. ¿Quién no recuerda de los maestros cantores de Nurenberg? Son los artesanos, son los que tienen un oficio manual los creadores de alta belleza y los catadores del arte más excelso.
En la antigüedad clásica, entre los pueblos más cultos, los hombres de arte y de ciencia necesariamente tenían que tener algún oficio manual. En los tiempos modernos se ha producido la disociación. Se habla de intelectuales y de manuales. División absurda, perjudicial, y contraproducente, como si hubiera dos clases de hombres, unos que no tienen más que cerebro y otros que no tienen más que músculos. Hay que volver, mejorando y embelleciendo, a las síntesis clásicas del trabajo manual e intelectual al mismo tiempo. Todo hombre debe tener un oficio, una profesión y al mismo tiempo ser creador de belleza y de verdad.
Sr. Castiñeiras. — ¿Me permite el señor diputado?...
Con respecto a lo que acaba de decir en su última cita sobre los maestros cantores de Nurenberg. Hans Sachs, al mismo tiempo que hacía zapatos también sabía cobrar muy bien sus composiciones. Es claro que con la moneda que le podían pagar los vecinos de su época. Cobraba los zapatos y los versos.
Sr. Dickmann (E.). — Y en los tiempos modernos los grandes genios, los grandes creadores de belleza y de verdad, se han ajustado a este canon, a este principio fundamental de no hacer negocios ni lucrar con su pluma o con su verdad. Uno de los más geniales escritores del siglo XIX, poeta y profeta, vate en el amplio sentido de la palabra, el conde León Tolstoi, ha demostrado cómo renunciando al boato y al lujo, renunciando casi a los bienes terrestres, ha podido dejar una obra artística monumental a inmortal como patrimonio de la humanidad.
¿Quién no recuerda el vagabundo sublime que atravesaba en compañía de otro vagabundo las estepas de Rusia, Máximo Gorki y el gran bajo Schalipaine? Los dos han cumplido el apostolado de Enrique Heine, han madurado sobre la paja.
Y en todas partes las grandes obras geniales han sido principalmente inspiradas y guiadas por un impulso interior, por un impulso irresistible, que ha obligado a esos creadores de belleza a devolver a la humanidad lo que la Naturaleza les ha dado en genio.
Establecido que la propiedad literaria y la propiedad artística es tan singular y tan «sui generis», establecido que el artista y el sabio trabaja, escribe, compone, descubre la belleza y la verdad por impulso interior y no por lucro, ni por negocio.
Establecido que nadie puede invocar ser propietario de su obra, en el sentido material de la palabra, es indispensable tomar ese género de propiedad con un espíritu de crítica, con un criterio de relatividad, que es útil conozcan los artistas y los escritores. Ellos no conquistan su propiedad por la espada; la consiguen por la ley que dicta el legislador; y deben comprender su relatividad, no deben ampararse a su sombra para lucrar y negociar con los impulsos de su corazón y la inteligencia de su cerebro.
Yo he pensado en algunos aspectos de esa legislación que no sé sio podré traducir a mis distinguidos colegas. Conozco autores de obras que algunos consideran extraordinarias. Sin embargo, esas obras chocan profundamente con las costumbres, con la ética, con la moral de su tiempo o de su pueblo. Y tales obras han sido secuestradas, adquirida toda su edición, para destruirlas y no permitir su circulación.
Si eso sucede en vida del autor, ¿qué no va a suceder después de muerto?
Nosotros no sólo creamos aquí la propiedad artística o literaria, sino que la trasmitimos por herencia, el aspecto menos simpático de la propiedad. Estamos constantemente cercenando la herencia; quisiéramos reducirla a su mínima expresión hasta suprimirla; consideramos que suprimida la herencia, se suprimiría el estímulo de la acumulación indebida; y ahora creamos y ampliamos la herencia artística, que es, evidentemente, una herencia muy especial y singular. Veo que en esta ley se contempla en parte el asunto y voy a proponer un artículo distinto al respecto.
Con gran frecuencia los herederos de una obra no comparten las ideas del autor de la misma; los hijos de un padre revolucionario son conservadores y los hijos de un ultraconservador resultan a veces revolucionarios.
Sr. Tourrés. — Eso no tiene nada que ver.
Sr. Dickmann (E.). — En materia de herencia común no tiene importancia este punto, pero si los hijos conservadores de un padre revolucionario heredan su obra, su primer interés será substraer la obra de la circulación.
Sr. Guglialmelli. — Renuncian a la herencia...
Sr. Dickmann (E.). — En esta ley se establece que a los diez años entra al dominio público, pero es demasiado largo el tiempo, y la perscripción es muy limitada. Yo voy a proponer, en cambio, un artículo más terminante.
Hay aun otros aspectos que quiero analizar. En algunas obras hay páginas de un valor extraordinario que por razones morales, religiosas o ideológicas, pueden chocar a los herederos, entonces éstos las suprimen y mutilan la obra. Como son propietarios pueden hacer con su herencia lo que quieren, que es lo que ocurre cuando se hereda una casa, por ejemplo. El que hereda una casa puede suprimir tal tabique, voltear tal pared, levantar una pieza, cambiar una ventana, poner una nueva puerta; pero en una obra literaria o científica, un cambio, una mutilación, altera la obra, mutila el patrimonio colectivo. Formulo también un artículo en ese sentido, totalmente restrictivo.
Deseo hacer una última consideración.
Comprendo que los artistas no viven del aire. En los tiempos primitivos el arte y la ciencia han sido creaciones espontáneas y anónimas; todavía hay muchos de esos en el seno del pueblo. Pero en los tiempos ulteriores los artistas han sido protegidos: el ser un mecenas se ha convertido en un lugar común. Tal vez muchos de la masa no sepan lo que quiere decir Mecenas: originariamente fué un rico romano protector de los artistas. Mecenas fué un poderoso que protegió a los artistas de un tiempo. Este fenómeno se ha reproducido hasta los tiempos más modernos: Lorenzo el Magnífico en Florencia fué un protector de los hombres de letras; Luis XIV tuvo alrededor de su corte a bufones y literatos. Sólo en los tiempos contemporáneas, cuando la soberanía pasó a la masa popular, cuando la soberanía pasó del príncipe al pueblo, con el imperio de la democracia, los artistas se emanciparon de esta indeseable, por no decir infamante, tutela; porque los mecenas como los príncipes y los reyes, al proteger el Arte lo ponían a su servicio y lo degradaban. Así casi todo el arte de aquellos tiempos está impregnado de un espíritu de cortesanía, de servilismo.
El arte, repito, se emancipó con el imperio de la democracia, que significa que todo el mundo sepa leer y escribir. Yo auguraría a los artistas y escritores argentinos una prosperidad mayor que la que les va a importar esta ley, si todos los argentinos supiesen leer y escribir; si todos tuvieran necesidad intelectual de poseer en su casa una pequeña biblioteca. Es triste constatar que al visitar la inmensa mayoría de los hogares de obreros, campesinos, empleados, a través de todo el país, no se encuentra un libro en algún estante; no se halla ninguno de los clásicos argentinos, contrariamente a lo que ocurre en Francia, Alemania o Inglaterra donde sus clásicos están en todos los hogares.
Si los artistas, escritores y sabios argentinos contribuyeran a que no hubiera un solo ignorante, un solo iletrado y crearan el ambiente mental, intelectual y moral para que en cada hogar argentino haya una pequeña biblioteca, sus obras circularían por millares y por centenas de millares. Los libros de los autores argentinos que circulan más sólo se cuentan por poquísimos millares de ejemplares, ello es muy triste.
Pregunto a los artistas argentinos que han reclamado y obtendrán la sanción de una ley que proteja su propiedad artística y literaria, ¿no sería mucho más noble, alto y generoso desparramar a los cuatro vientos la verdad y la belleza sin reclmar remuneración por ello? ¿Quién de nosotros, modestos escritores, no ha visto con legítimo orgullo, como a un hijo, reproducida en un periódico o revista de provincia alguna producción nuestra? Es que ello significa una verdadera satisfacción mental. Un libro no es como una propiedad material. Un libro es algo así como un hijo de uno. Un libro es una obra espiritual.
Es necesario decir a los artistas de todo género que está bien que ellos tengan el derecho de vivir de su trabajo. No les niego ese derecho. Dije al comienzo de mi exposición que estas son acotaciones al margen del debate. Pero hay que decirles que es necesario elevar, ennoblecer, agrandar, ahondar el trabajo mental. Hay que ver en él algo más que un simple negocio de producción. No es todo que tal autor teatral haya percibido tantos miles de pesos por año y los demás lo envidien, no por la calidad mental de la obra, sino por el éxito de cartel que generalmente está en razón inversa de la calidad mental y moral.
Nuestros autores clásicos, ¿son acaso conocidos en el país? ¿Quién conoce Recuerdos de Provincia de Sarmiento? ¿Quién los lee ahora? ¿Quién lee a Facundo o Civilización y Barbarie? ¿Quién conoce La Novia del Hereje, novela admirable de Vicente Fidel López? ¿Quién revisa las obras en conjunto de Alberdi y de Sarmiento? ¿Quién lee las páginas admirables de Bartolomé Mitre? ¿Quién lee los poemas de Andrade? ¿Quién leer ahora La Cautiva, del poeta Echevarría? ¿Quién conoce las novelas de Eduardo Gutiérrez, populares, pero profundas de sentido, donde hay en bruto tesoros para elaborar grandes obras, como Shakespeare lo hizo tomando las de sus antecesores? ¿Acaso en ellas no están trazados a grandes brochazos, pero con mano maestra, los héroes populares de nuestra historia y de nuestra leyenda?
¿Qué problemas sociales abordan nuestros actuales escritores? ¿Con qué caudal contribuyen a la solución de los grandes problemas colectivos? ¿Dónde están nuestros grandes poetas que canten a nuestros ríos caudalosos y a nuestras inmensas cordilleras y a nuestras selvas impenetrables?
No desconozco que exista alguno que otro, ni le niego valor. Pero cuando se trata de protegerlos también hay que decirles algunas verdades. Se ha hecho un fervor popular el elogio extraordinario del tango. Yo no desconozco que en el tango hay algunos materiales para que algún gran genio musical argentino los tome y nos dé las obras que nos hacen falta, ya que ahora tenemos que solazarnos con las extranjeras.
Desafío —y sé que voy a ser mal comprendido y peor interpretado—, desafío a la inmensa mayoría de nuestros escritorios, poetas y literatos, que viven una vida artificial y artificiosa, que están fuera de los problemas colectivos, que no los abordan ni en su aspectos físicos, ni éticos, ni políticos, ni sociales. Para mí no es un artisa el que no se sumerge, hasta la coronilla, en los problemas de su tiempo, tal como lo formuló Hipólito Taine en el siglo pasado. Máxime cuando los artistas modernos, que viven del pueblo soberano, que no tienen más mecenas, que no tienen a Luix XIV que los ayude, salvo el Estado que adquiere ejemplares de sus publicaciones que se apolillan en las bibliotecas. Gran parte de los artistas son antidemocráticos. Ese es otro aspecto realmente extraordinario.
En un libro fundamental escrito por un gran hombre público que vive en el destierro, Francisco Nitti, se denuncia a los escritores del mundo que en su gran mayoría están al servicio de la peor reacción de las peores causas. Todavía no se les ha ido la reminiscencia de cantar a las princesas azules y a los cisnes fantásticos e imaginarios.
Es duro decir estas verdades. Pero cuando creamos por ley una nueva propiedad, en los tiempos en que la propiedad está en crisis, hay que decir a los nuevos propietarios lo que significa su nueva propiedad. Yo deseo que nuestros escritores, que son principalmente periodistas, —y con eso quiero decir que son los verdaderos escritores, porque practican la forma viviente de la literatura, la forma diaria donde se vuelcan día a día los sentimientos y las ideas, en forma anónima—, yo deseo decirles que cometen el más grave de los errores al no estar totalmente al servicio de la verdad política y de la justicia social. Esa es la única forma de adquirir y de poseer la inmortalidad. ¡Es asombroso que las mejores plumas de forma estén al servicio de las peores cosas de fondo! No necesito dar nombres; están en la conciencia de todos.
Yo sé que una sociedad se perpetúa y sobrevive no por las obras materiales que ha hecho, sino por las obras mentales y morales que ha creado. ¿Qué queda de la Grecia clásica? ¿Qué sabemos de su propiedad, de su riqueza, de su boato, de su lujo? Conocemos a la Grecia clásica a través de Esquilo, Sófcoles, de Aristófanes, de Eurípides. Y —asómbrense los señores diputados!— algunos de nosotros, en los momentos más duros de la via, para descansar de la fatiga de la ruda y diaria tarea, nos sumergimos en los momentos de descanso en esa eterna y universal belleza.
Conocemos a la Grecia clásica a través de los grandes genios que se han perpetuado por su obra mental. Soy el primero en glorificar y exaltar su obra inmortal. Creo que con el evangelista Juan, que primero fué el Verbo, no el hecho. El hecho es común a todas las especies zoológicas; en la especie humana, primero fué el verbo, el logos, el espíritu. La humanidad se perpetúa a través de su espíritu.
De la Edad Media nos quedan media docena de genios: Shakespeare, Racine, Corneille; los hombres de ciencia, Galileo, Copérnico, Newton son los que perpetúan a la humanidad. Pero esto, señores diputados, se hace sin protección, a pesar de la protección, contra la protección. Esos hombres generalmente son solitarios, desconocidos en su tiempo, muchas veces denunciados y perseguidos. Todavía hoy los más grandes espíirtus aparecen al margen de las academias, al margen de los organismos oficiales, ajenos a toda protección oficial. Hace pocos días he leído que se ha leventado una estátua al excelso poeta de la lengua castellana, Rubén Darío, quien en una canción inmortal decía: «Protégenos, señor, contra las academias».
He querido aprovechar esta discusión para decir algunas gruesas verdades, que estoy seguro serán apreciadas por los que cultivan la verdad y la belleza, por los que cultivan la ciencia objetiva e impersonal.
Una obra de ciencia no produce riqueza a su autor. ¿Quién puede pretender que a Alberto Einstein, el folleto en que ha formulado sus leyes de la relatividad, completando e integrando la obra de Newton, le va a producir riqueza y va a circular en millares de ejemplares y va a ser vendido a buen precio? ¿Quién puede pretenderlo?
Los grndes artistas, en general, son innovadores, son revolucionarios; encuentran una enorme hostilidad en el ambiente, son denunciados como herejes, a menudo son denunciados como perturbadores del orden social y como corruptores de la juventud. ¡Y por qué hemos de asombrarnos de ello, si a Sócrates le han acusado, le han condenado y le han hecho beber la cicuta por corruptor de la juventud de Atenas! Los verdaderos innovadores, los grandes filósofos, los grandes artistas, los que salen de los caminos trillados, no necesitan protección de la ley: la ley para ellos, será una especie de encadenamiento, será más bien un estorbo.
Asimismo, señores diputados, voy a votar esta ley, sin fe y sin entusiasmo. Es un modo de hacer concesiones, de satisfacer deseos, reclamos y ambiciones movidas por un numerosísimo gremio, cuyos derechos no quiero desconocer en absoluto. Tendrán la ley, pero la ley no les va a dar genio, no les va a dar verdad, no les va a dar belleza. Y el país argentino ansía, espera, invoca, reclama a sus futuros artistas, a sus futuros sabios, sabios de verdad; como alguna vez dijimos, grandes sabios que trabajan en pequeños laboratorios, y no grandes laboratorios donde trabajan pigmeos de la ciencia.
Vale la pena hacer estas acotaciones al margen del debate. No sé si caerán como lluvia bienhechora sobre una tierra sedienta de verdad, o chocarán en forma irresistible con los intereses creados. Soy un hombre que aprecia, aplaude y estimula todo esfuerzo mental. Considero que el país argentino no se va a acreditar en el mundo solamente por sus montañas de trigo, por sus frigoríficos, sus lanas, sus cueros, sus rollizos de quebracho y todo el inmenso material que producimos y exportamos. Necesatiamos crearnos un rango en el mundo por nuestra ciencia, por nuestro arte, por nuestra belleza —ciencia, arte, belleza y verdad que, cuanto más actuales, más locales y más nacionales, más eternas e internacionales son. Cada pueblo debe contribuir a la belleza del mundo con su tradición, con su regionalismo, con su folklore, con todo lo que constituye el patrimonio genial de un pueblo, de una unidad étnica, de una nación. Por eso no creo en el arte internacional: será más internacional cuanto más nacional es. La Argentina tiene los elementos materiales, étnicos y sociales para un gran arte. Esperamos a los excelsos artistas de la verdad política y de la justicia social, a los grandes novelistas, a los grandes dramaturgos, a los grandes poetas, a los músicos geniales, a los hombres de ciencia; los esperamos como se esperaba al Mesías, el advenimiento de un gran acontecimiento, la satisfacción de una anhelada necesidad colectiva.
Hago votos fervientes en ese sentido; y si esta ley, a pesar de mi escepticismo, contribuyera a hacer surgir de la masa anónima, amorfa e incoherente, del almácigo de la masa popular, sus grandes genios, sus grandes creadores de belleza y de verdad, estaríamos muy satisfechos con ella. Formulo votos en ese sentido, para que la Argentina sea también un gran país creador de Belleza y de Verdad.
He terminado. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos).
Sr. Loyarte. — Pido la palabra.
Señor presidente: debo expresar que no obstante el extraordinario interés que tiene para mí el debate sobre esta ley, circunstancias especiales de fuerza mayor se han confabulado para que no pudiera disponer sino de breves minutos para mi preparación.
El despacho que está a consideración de la Honorable Cámara, referente al régimen de la propiedad científica, literari y artística, fué informado en el Honorable Senado en nombre de la Comisión Parlamentaria, de la cual tuve el honor de formar parte, por el señor senador doctor Matías G. Sánchez Sorondo.
En ese informe, su autor, con el talento que todos le reconocemos ha contemplado y examinado las tres cuestiones jurídicas fundamentales que debe abarcar aquel régimen legal, que son: la naturaleza jurídica del derecho de propiedad intelectual, la materia que comprende y el término que se le debe asignar.
De este estudio se infiere el criterio que la comisión sustenta, que el derecho de propiedad sobre la obra científica, literaria o artística es un derecho real dentro de lo que esta terminología significa en nuestro derecho civil.
La materia que comprende queda definida por las formas en que se exteriorizan, y materializan, si cabe el término, las elaboraciones de nuestro espíritu, ya sean ellas de la razón o de la imaginación, en suma, toda producción científica, literaria o artística, sea cual fuere el procedimiento de la reproducción, como reza el artículo 1ero., tras una enumeración prolija.
El término de la propiedad abarca la vida del autor y treinta años de la los herederos o derechohabientes. El plazo que a estos últimos asigna fluye de un criterio un tanto ecléctico, porque no es fruto de la pura apreciación ni resultado puro de la razón o de la experiencia. En aquel informe se citan valiosos antecedentes históricos y jurídicos y se analizan y refutan victoriosamente algunas observaciones e impugnaciones que ha suscitado nuestro despacho; y hoy el señor diputado Noble, en nombre también de la Comisión Parlamentaria, ha expuesto a la Honorable Cámara con unción literaria, con galana emoción, en trazos breves pero vigorosos y cristalinos, el contenido y el sentido de esta ley. Por mi parte, en nombre del bloque demócrata nacional, que es el más numeroso de la Cámara, haré algunas reflexiones que conceptúo interesantes; y aquí se harán patentes los puntos de disentimiento con la tesis que acaba de desarrollar mi colega del sector de la izquierda.
Si se ahonda en los pensamientos que han contribuído a establecer en los países de acendrada cultura el régimen de la propiedad intelectual, se advierte que pueden resumirse en los siguientes: El bienestar material y moral de la sociedad es fruto, en gran parte, de la labor científica, literaria y artística del espíritu humano. Conviene entonces que el hombre pueda sustentar su vida y asegurar el libre y espontáneo desarrollo de sus fuerzas creadoras por el provecho económico de esa labor, y la mejor y más digna manera de lograrlo es por medio de la propiedad intelectual.
Por mi parte considero que es pura metafísica hablar de un derecho natural de la propieda, aun en el caso de la llamada propiedad literaria. Como lo han mencionado muchos autores, entre ellos Macaulay, que cita a Payley en el discurso que pronunciara en la Cámara de los Comunes en el año 1841, conceptúo que la propiedad es obra de la ley y que la ley que la crea no puede tener otro fin que beneficiar a la colectividad, o mejor aún, el género humano.
La propiedad que esta ley reglamenta, de acuerdo con los términos de la Constitución, es un nuevo paso dado para cimentar la organización social que tiene como una de sus bases el régimen de la propiedad privada, que coadyuva por un lado a que no sea un mito la libertad del individuo y que, por otro, obra como un poderoso estímulo para la acción creadora del músculo o de la inteligencia.
La negación de la propiedad de los resultados del trabajo opera como fuerza inhibidora de los estímulos psíquicos y morales que engendran el esfuerzo e implica una negación de la libertad.
Estimo que no hay posibilidad de organizr la sociedad de modo que la libertad individual quede garantizada y el progreso constante del mundo asegurado, sin el régimen de la propiedad privada, lo cual no supone el desconocimiento de lo sabusos de ese derecho, abusos que es menester impedir mediante una legislación adecuada, para que el principio obre, como ya dije, para el bien de la colectividad, para el bien de la sociedad y, extendiendo más aún el concepto que ya manifestara, para el bien del género humano.
Esta ley será un nuevo factor de liberación, de progreso y de moralidad. La dignidad del espíritu humano no ha podido jamás soportar, sin cruentos y oprobiosos sacrificios, la abyecta resignación de esperar con humildad de algún poderoso la recompensa del trabajo de sus fuerzas creadoras. La historia está llena de crueles ejemplos de esa protección. Ya el sultán de raza turca Mahamud, que reinaba en Cabul hace 900 años, se rodeaba en su corte de Ghaznir, de poetas, buscando quién escribiese, emebelleciéndolas, sin alterarlas, las historias de los antiguos monarcas. Allí escribió Firdussi, «El hombre del paraíso», «El libro de los reyes». Ya entonces se envidiaba más el talento, que la riqueza, y la envidia es peor que el odio, porque mientras éste suele extinguirse, aquélla no se desvanece jamás. Firdussi cayó en desgracia con el sultán. Cuando su poema, compuesto de 60.000 versos, dice un autor, estaba a la conclusión, vió en un momento desvanecer los sueños de dicha y de fortuna. Tuvo poco menos que huir de la corte para iniciar una vida errante de penuria y de miseria, y en marcha escribió una sátira al sultán, dolorosa y terrible. Siglos enteros pasarán sobre mi libro —le dice y todo el que tenga inteligencia lo leerá. He vivido 35 años en la pobreza, en la miseria y en la fatiga. Sin embargo me habíais hecho esperar recompensas y yo me las prometí de aquel señor del mundo...
De la época de los griegos, nos cita Plutarco que Anaxágoras, el noble físico y filósofo que ayudaba a Pericles en sus negocios, con su saber y las luces de su talento, olvidado por éste por sus muchas ocupaciones, «estando ya viejo y enfermo y envuelto en su capa se echó a morir desalentado» pronunciando su célebre frase: «Oh Pericles! Los que han menester una lámpara le echan aceite».
Y en los tiempos modernos el hecho se repite. Voltaire penetra, ebrio de gozo, con los encantados jardines de la corte del Potsdam del 1750 para salir ciego de cólera.
Un escritor dice «que el más pobre y desgraciado de cuantos poetas existen en el presente, viviendo en la miseria, en los desvanes de cualquiera capital de Europa, es más feliz que todos los huéspedes literarios de Federico el Grande».
En Inglaterra, como es conocido, se adopta, en la época memorable que simbolizan los Pitt, la costumbre de pensionar a los hombres eminentes, a los hombres de talento. Se crea el título de «poeta laureado», el cual, si mi memoria no me es infiel, recibe un puñado de libras esterlinas y un barril de vino generoso por año.
Es la difusión de la cultura, que algunos identifican con la evolución y desenvolvimiento de la democracia, es la imprenta misma y los medios de comunicación los que liberan a los intelectuales de aquella protección odiosa, dándole bases propias para el sustento de la vida y para el libre desenvolvimiento de todas sus potencias intelectuales.
Aparte de la espontánea difusión de la cultura que da pábulo a los esfuerzos credores de la ciencia, del arte y de la técnica, la Universidad, fruto de un afán de superación cultural, diseminándose en todo el orbe, en todas las grandes ciudades constituye nuevos templos del saber, donde son acogidos los sabios y los creadores, ya sean ellos poetas o artistas, dándoles nuevos medios de acción y de desenvolvimiento.
El señor diputado de la izquierda cita el caso de Einstein, preguntando qué medios le había dado su famoso folleto sobre la teoría de la relatividad. Y yo afirmo a esta Honorable Cámara, que este folleto le ha dado derechos de autor que le hn permitido desarrollar con tranquilidad en el seno de su gabinete de estudio todas las fuerzas credoras de su espíritu, y que su teoría divulgada en las revistas científicas y también por ese mismo libro son los que lo condujeron a la cátedra que le dió la academia de Berlín, cátedra que dirige de acuerdo con el criterio alemán de la doble libertad académica, de suerte que no estando sujeto a ninguna coacción exterior, a ningún régimen reglamentario, ha podido dedicar toda la fuerza de su espíritu, todas las intuiciones de su alma poderosa a nuevos estudios y a cimentar u orientar nuevos descubrimientos.
En la Argentina esta ley viene en un momento oportuno, porque a poco que se ahonde en el desenvolvimiento de la producción intelectual de la República, se advierte un florecer de todas las manifestaciones superiores del espíritu, de todas las manifestaciones de una civilización verdaderamente intelectual. Ya sea en la rama de las letras, ya sea en las ramas musicales, ya sea en la rama de la ciencia o en la rama de la técnica, se pueden señalar hoy, núcleos numerosos de hombres de todas las edades, poseedores de una poderosa intuición y de una aguda inteligencia, que ávidos por los nuevos conocimientos y descubrimientos, dedican todas sus horas para compenetrarse de ellos, dedicándoles una atención que hará avanzar el arte, las letras y la ciencia nacional.
Representantes científicos de las épocas diversas, ha dicho el señor diputado de la izquierda, han sido siempre solitarios. Sabios de verdad, han hecho magníficos descubrimientos en pequeños gabinetes, y pigmeos de la ciencia han debatido su impotencia y su esterilidad en laboratorios espléndidos, ha agregado, poco más o menos. Esa ha sido una verdad en épocas un tanto remotas. Lo atribuyo por mi parte a la natural evolución de la ciencia. Mientras el hombre veíase totalmente impotente para interpretar los fenómenos del universo, mientas vivía adaptándolo en penosos ensayos, al universo propio de su mente, en una busca sin tregua de axiomas seguros sobre los cuales pudiera apoyar sus razonamientos y explicar los fenómenos, conformábanse con observar de éstos, lo que la naturaleza espontáneamente le ofrecía. El mundo mismo era el gabinete.
Y así se explican existencias tales como las de Newton, por ejemplo, existencia a la que debe el mundo los tres principios fundamentales de la mecánica racional, principios sobre los cuales reposa la descripción de todos los fenómenos que rigen los movimientos de la tierra y los movimientos del universo. La misma teoría de Einstein ha venido a demostrar que su mecánica era una aproximación maravillosa y extraordinaria a la realidad. Pero hoy la ciencia exige grandes laboratorios y delicados instrumentos.
Por fin, quiero dejar constancia que esta ley de propiedad intelectual ha sido una iniciativa que podemos llamar conjunta del Poder Ejecutivo, de un senador del partido Demócrata Nacional, el doctor Sánchez Sorondo, y de otros diputados del grupo llamado de la concordancia. El sector demócrata nacional vota esta ley de acuerdo con los principios que he substentado al comienzo, y lo hace también en reconocimiento del desarrollo y del florecer de la ciencia, de la técnica, de las letras y de las artes argentinas. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías).
Sr. Groppo. — Pido la palabra.
Todos los sectores han expresado su punto de vista sobre esta materia, en forma absolutamente concordante. Cuando se trató de fijar preferencia a este despacho se dijo que la opinión unánime que lo aconsejaba permitiría que fuera sancionado en plazo breve.
Las exposiciones escuchadas permiten afirmar que estamos perfectamente enterados del fondo y finalidades de esta ley y que la Cámara se halla habilitada para votarla en general. Si alguna discusión motivara todavía, ella podría concretarse en la discusión en particular. Y para que lleguemos a la rápida sanción de esta ley que la Cámara desea y los interesados necesitan, hago moción de cerrar el debate. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Prolongados aplausos en las bancas y en las galerías).
Sr. Presidente (López). — Se va a votar la moción de cerrar el debate.
—Resulta afirmativa.
Sr. Presidente (López). — Se va a votar en general el proyecto de ley venido en revisión del Honorable Senado, sobre régimen legal de la propiedad intelectual.
—Resulta afirmativa. (Aplausos en las galerías).
Sr. Escobar. — Que conste que ha sido por unanimidad.
Sr. Presidente (López). — Se hará constar.
En consideración en particular.
Sr. Fresco. — Hago indicación de que artículo que no se observe se dé por aprobado.
—Asentimiento.
—Sin observación se aprueban los artículos 1, 2, 3, 4 y 5.
—En consideración el artículo 6.
Sr. Secretario (González Bonorino). — El señor diputado don Enrique Dickmann propone, en substitución del artículo 6, dos parágrafos. Dice el primero: «Si un libro deja de reimprimirse durante 5 años, podrá publicarlo cualquiera con sólo anunciar su intención en el Boletín Oficial. Se dejará transcurrir un año y entonces si el dueño de la propiedad no publica una nueva edición, pierde su privilegio exclusivo».
El segundo parágrafo dice: «Los herederos no podrán, al reeditar las obras heredadas, suprimir, alterar, mutilar, ni adulterar su texto. El no cumplimiento de dichas prescripciones hará entrar dichas obras en el dominio público».
Sr. Noble (R. J.). — La comisión no acepta la substitución.
Sr. Bunge. — Pido la palabra.
Lamento que la comisión no acepte la modificación propuesta, y con toda imparcialidad —dada la forma en que se caracteriza el señor diputado Dickmann en lo que se refiere a cosas mías— voy a apoyar la modificación por razones a mi entender fundamentales, que se refieren, precisamene, al derecho de propiedad más sagrao que puede existir, que es la propiedad integral de las ideas. Efectivamente, en ciertos casos históricos, las obras han sido adulteradas por los herederos de la propiedad material de las mismas.
Además, entiendo que favorece la difusión de las obras de los grandes autores limitar a cinco años el plazo de diez que establece el artículo 6 en cuanto al derecho de otras personas de editar obras que no hayan editado los herederos. Pero sería necesario que en ese agregado se estableceria la obligación de quien editara una obra, por no haberlo hecho los herederos, para pagar a éstos derechos.
Hay algo que el señor diputado Dickmann ha puesto en duda y que me parece una contradicción con el concepto fundamental, y es que el derecho de propiedad intelectual de los mismos herederos, en un país donde se vota para las viudas de funcionarios públicos, para las viudas de hombres que hayan merecido más o menos la gratitud nacional, pensiones graciables, debemos reconocer a los autores que viven de su pluma el derecho de contribuir a la subsistencia de los suyos, asegurándoles el derecho de propiedad sobre esas mismas obras.
Por estas razones, es indispensable que aunque debe acordarse a cualquiera el derecho de editarlas, cuando los herederos no hacen uso de ese derecho, que a veces lo hacen con el objeto de enterrar esas obras, debemos acordar el derecho de percibir la remuneración que corresponda por su edición.
Creo que los dos despachos podrían combinarse en esa forma: limitando a cinco años el plazo y suprimiendo el requisito de la publicación en el Boletín Oficial, que nadie lee, y obligando a quien la editara a pagar derecho a los derechohabientes, como está en el despacho.
Creo que con la limitación a cinco años, tal vez quedaría satisfecho el propósito de impedir el entierro de las obras, más el agregado del señor Dickmann prohibiendo alterar los originales, lo que me parece de capital importancia.
Sr. Dickmann (E.). — Acepto la modificación propuesta por el señor diputado Bunge.
Sr. Noble (R. J.). — Pido la palabra.
La comisión iba a aceptar que este artículo se votara sin dar razones en el deseo de abreviar la tramitación de esta ley, ya que la Cámara está urgida por otras sanciones; pero la adhesión, que no es total, de mi compañero de sector diputado Bunge, a la observación formulada por el señor diputado Dickmann, nos obliga a declarar que la mutilación de la obra tiene interés para casos excepcionalmente raros, y que en cuanto las obras que no tienen un titular en el derecho privado para velar por su integridad y fidelidad, una vez que han caído en el dominio público, la comisión establece, como lo expresó hoy con certera precisión el señor diputado Ruggieri, el derecho del Estado para velar por esa integridad y fidelidad.
Por lo que respecta a la reducción del plazo a cinco años, la comisión no la acepta, porque no hay en esta materia una medida exacta; no se ha encontrado la fórmula infalible para medir si deben ser cinco años, diez, tres o siete. Cualquiera que se adopte será igualmente arbitrario. No cree que sea tampoco una discrepancia fundamental como para autorizar que esta ley vuelva al Senado y se malogre su sanción.
Sr. Bunge. — No creo que pueda malograr la sanción de la ley una modificación cualquiera desde que se ha visto en el Senado el deseo de que ella sea inmediata.
Sr. Noble (R. J.). — Las modificaciones introducidas en el Honorable Senado fueron previamente consultadas a la comisión, que había autorizado a sus miembros para aceptarlas, cosa que no ha hecho el señor diputado Bunge en la comisión, sino que su proposición la formula ahora.
Sr. Bunge. — Apartaré un caso concreto, demostrativo de la importancia que tiene limitar el tiempo durante el cual los herederos pueden retener, sin publicar, una obra. El doctor José Ingenieros cuando fundó su editorial «Cultura Argentina», que tan grandes servicios ha prestado al país, trató de obtener de los herederos de un ilustre escritor argentino algunas obras inéditas que le constaba tenían.
Sr. Loyarte. — ¿Cuántos años habían transcurrido?
Sr. Bunge. — Eran todavía propiedad legal de los herederos.
Sr. Loyarte. — Pero ¿cuántos años hacía que había salido la última edición?
Sr. Bunge. — ¡No se habían editado! Acabo de decir que eran inéditas. (Risas).
No pudo obtener de los herederos ni siquiera autorización para reproducir las obras publicadas que estaban agotadas desde hacía muchos años.
Si se aceptara la disposición reduciendo a cinco años el plazo, por lo menos tendríamos circulando las obras de esos inminentes hombres, que habían sido publicadas con anterioridad a su muerte. Es un ejemplo concreto que prueba la importancia de la reducción del plazo. Podría citar otros casos, pero me parece suficiente con el mencionado.
Sr. Vignart. — Pido la palabra.
Esta ley es de gran interés público, y las modificaciones que el señor diputado Dickmann propone al artículo 6 podrán ser muy interesantes, pero el temor del sector demócrata nacional es que si en la discusión en particular introducimos variantes a esta ley, ella va a quedar malograda durante este año.
Es por esa sencilla razón, porque deseamos que la ley se sancione; que no vamos a aceptar modificaciones en este momento. Vamos a sancionar la ley tal cual ha venido del Senado, para que ella entre en vigencia este mismo año. (Aplausos prolongados).
Sr. Dickmann (E.). — Pido la palabra.
Atribuyo importancia a la modificación del artículo 6to. y me felicito que haya sido apoyada por el señor diputado Bunge, de un sector distinto del nuestro.
Si se deja a los herederos el lapso de diez años para no publicar la obra, se la hace caer en el olvido.
Sr. Loyarte. — Las obras buenas no se olvidan nunca.
Sr. Dickmann (E.). — Yo no hablo de las obras geniales.
Si los herederos no tienen interés en editar las obras durante diez años, las hacen caer en el olvido. Por eso he reducido el plazo a cinco años, que es más que suficiente. He querido rodear de algunas garantías a los herederos para que no sean sorprendidos, y por eso he introducido la publicidad necesaria al efecto, pero acepto la modificación del señor diputado Bunge.
El segundo parágrafo es de la más alta importancia. El señor miembro informante de la comisión, ha dicho que se establece un tribunal para cuando las obras pasen al dominio público. Entonces este tribunal vigilará que no sean adulteradas, mutiladas, etcétera. Pero eso es recién a los veinte años y los primeros de quienes hay que defenderse son los herederos que con frecuencia tienen interés en adulterar la obra porque no les guste el espíritu o una tal página o tal párrafo. Es contra éstos que hay que defenderse principalmente, y es contra ellos que yo introduzco la segunda parte de mi artículo.
Sr. Noble (R. J.). — No es el caso corriente. Generalmente los herederos son los más interesados en que la obra se publique tal cual la escribió su autor.
Sr. Dickmann (E.). — En mi exposición en general he demostrado que hay herederos que tienen el mayor interés en adulterar la obra que han heredado. Muchos de estos casos son los más graves, porque se refieren a las obras más geniales. Nosotros les dejamos veinte años, para que supriman, para que adulteren la obra.
Sr. Noble (R. J.). — Diez años establece el despacho.
Sr. Dickmann (E.). — Yo insisto en mi modificación.
Sr. Loyarte. — Pido la palabra.
La modificación que propone el señor diputado Dickmann entraña dos modificaciones: una es la reducción del plazo y la otra es la pérdida de la propiedad.
Sr. Dickmann (E.). — Así es. Castigo la adulteración con la pérdida de la propiedad.
Sr. Loyarte. — La primera parte de la modificación es la que se propuso en la ley que se presentó al Parlamento inglés en 1841. De manera que en ese sentido no es novedad.
Sr. Dickmann (E.). — Yo no he dicho que sea una novedad.
Sr. Loyarte. — Por otra parte, ningún heredero va a autorizar una mutilación de la obra. En cuanto al plazo está claro que es cuestión de diez o quince. La comisión después de reflexionar, haciento también algunos razonamientos sobre la base de datos experimentales, porque tampoco es cuestión de pura apreciación, ha elegido el plazo de diez años. Yo creo que no es una cuestión de tanta monta como para hacer un largo debate y poner a la ley, en trance de no ser sancionada y promulgada este año.
Por estas razones, la comisión mantiene el artículo en todas sus partes.
Sr. Presidente (López). — Como la comisión no ha aceptado, se va a votar el artículo 6to. del proyecto despachado.
Sr. Bunge. — Puede votarse con la reserva del número de años.
Sr. Noble (R. J.). — Que se vote el despacho de la comisión.
Sr. Bunge. — Con la reserva del número de años, lo que cualquier diputado pueda pedir. El señor diputado Noble no conoce el reglamento.
Sr. Noble (R. J.). — La Presidencia decidirá.
Sr. Presidente (López). — Se va a votar el artículo 6to. de la sanción del Senado.
—Resulta afirmativa.
—Sin observación, se aprueban los artículos 7 a 14 inclusive.
—En discusión el artículo 15.
Sr. Escobar. — Pido la palabra.
He querido evitar a la Honorable Cámara un largo discurso en la discusión en general sobre esta materia, tan interesante para el país, pero debo hacer una proposición, aunque sé que no será aceptada, no obstante su justicia y oportunidad, creo de mi deber presentarla a consideración de mis honorables colegas.
Propongo que el artículo 15 quede redactado en la siguiente forma: «La protección que la ley argentina acuerda a los autores extranjeros se hará efectiva siempre que la obra haya sido editada e impresa en la República Argentina y no se extenderá...» etcétera.
No hare una larga disertación al respecto. Me limitaré pura y exclusivamente a recordar a la consideración de la Cámara la situación penosa en que se encuentra la industria impresora argentina, que hasta ayer era una industria floreciente.
Ya en el año 1900, con su elocuencia por todos reconocida, el doctor Marco M. Avellaneda pronunció un discurso llamando la atención al Poder Ejecutivo por la facilidad con que firmaba convenciones sobre propiedad literaria, y señalaba la interpretación equivocada que se daba al Tratado Sudamericano de Derecho Internacional Privado celebrado en Montevideo, en el que honraron sus deliberaciones Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña.
No voy a recordar los antecedentes legislativos de naciones importantes, ni traeré al debate las disposiciones de la Convención de Berna, ni la posterior de Roma, sólo quiero hacer presente que existen grandes países, por su civilización, cultura y progreso, que han sabido colocarse en una situación de defensa de su producción nacional ante el avance inconsiderado de las ediciones extranjeras.
Entre los países que resguardan a los editores de su nacionalidad, citaré a Gran Bretaña, Estados Unidos y también a Canadá marchando este último país de acuerdo con la legislación inglesa.
Inglaterra ha establecido que las obras de países extranjeros, para ser aceptadas, deben ser publicadas simultáneamente en el país extranjero y en Gran Bretaña.
Estados Unidos, para defender y proteger a sus editores del aprovechamiento de las ediciones de países extranjeros, ha establecido el procedimiento inglés, disponiendo además que la obra debe editarse e imprimirse en talleres de la Unión.
Si nosotros aceptáramos sólo el principio norteamericano, que es el que propongo, habríamos realizado una obra de defensa y protección a la industria editorial.
Con estas breves palabras dejo informada mi proposición, que tiende a la protección de la industria editorial argentina. (¡Muy bien!).
Sr. Dickmann (A.). — Pido la palabra, para decir muy pocas y no hablar más.
Nosotros no vamos a votar ninguna modificación a esta ley y lo hemos empezado a aplicar a uno de los nuestros.
Sr. Fresco. — Nosotros tampoco.
Sr. Dickmann (A.). — Hemos votado: contra la proposición del señor diputado por la Capital, no porque no la consideremos viable así, como la del señor diputado por Buenos Aires; pero es que se trata de un despacho que se discute en una situación particular. Es lamentable, pero es un hecho. Es necesario convertirlo en ley, ahora, y los señores diputados que tienen tan buenas ideas, en la observación y en la práctica de la ley podrán ratificarlas o rectificarlas y presentar oportunamente los proyectos de modificación. Por eso vamos a votar el despacho de la comisión sin modificaciones.
Sr. Escobar. — Pido la palabra.
Como yo sé el resultado que va a tener mi proposición, diré que la he formulado por honestidad intelectual y porque creo que, en conciencia, debía proceder así. Pido ahora que, en caso de que sea rechazado el artículo que propongo, pse como proyecto a la Comisión de Legislación General, para que ella lo estudie.
Sr. Noble (R. J.). — Con la observación hecha por el señor diputado Escobar, no hay necesidad de manifestar la opinión de la comisión en favor o en contra de la modificación propuesta. Que se vote el despacho.
Sr. Presidente (López). — Se va a votar el artículo 15 del despacho.
—Resulta afirmativa.
—Sin observación se aprueban los artículos 16 a 68.
—En discusión el artículo 69.
Sr. Loyarte. — Pido la palabra.
La comisión entiende que lo que dispone el inciso f) de este artículo, donde se habla del teatro oficial de comedias argentino, no entraña el desalojo del Conservatorio Nacional de Música que funciona bajo la dirección del señor López Buchardo.
Sr. Presidente (López). — Quedará como antecedente.
—Sin observación se aprueba el artículo 70.
—En discusión el artículo 71.
Sr. Pueyrredón. — Desearía que la comisión me informara sobre la penalidad que establece este artículo 71, porque puede haber una confusión en la interpretación, y corremos el riesgo de encontrarnos en la misma situación de la ley anterior.
Sr. Noble (R. J.). — La mente del artículo está en su texto literal: se aplicará la pena establecida en el artículo 172 del Código Penal, que es de un mes a seis años de prisión.
Sr. Pueyrredón. — Con esa aclaración, que servirá para la interpretación, me doy por satisfecho.
—Sin observación se aprueban los artículos 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 78 y 79.
—En discusión el artículo 80.
Sr. Ahumada. — Pido la palabra.
Está demás hacer debate, porque todos los sectores están de acuerdo; pero deseo dejar sentada mi protesta por lo dispuesto en los artículos 80 a 82 inclusive, que legislan sobre materia de procedimiento, que es de exclusiva incumbencia de los gobiernos de provincia.
Sr. Noble (R. J.). — Como las palabras del señor diputado pueden tener influencia para la interpretación, deseo dejar constancia de que esta ley se dicta en virtud de un precepto constitucional que la equipara en sus proyecciones y alcances a la ley nacional de patentes de invención.
Sr. Ruggieri. — Creo que en el artículo 83 debe haber un error de copia en la comunicación del Honorable Senado. En el segundo párrafo del último apartado, donde dice: «los infractores declarados, pagarán una multa, etcétera», debe decir: «los que infrinjan esta prohibición, etcétera».
Desearía que la Secretaría tomara nota. Si no fuera un error, deberá volver al Senado, para que sancione la rectificación.
Sr. Presidente (López). — Queda aclarado en la forma indicada por el señor diputado el texto de esa parte del artículo 83.
—Se aprueba el artículo 83 con la rectificación propuesta por el señor diputado Ruggieri.
—Sin observación se aprueban los artículos 84, 85, 86, 87 y 88.
Sr. Presidente (López). — El articulo 89 es de forma.
Queda sancionado. (Aplausos).