¿Qué es un autor?

por Michel Foucault (1969)

[extractos]

[existen dos dimensiones diferenciadas de la función-autor:] la relación de apropiación y la relación de atribución.

Incluso hoy, cuando se hace la historia de un concepto, o de un género literario, o de un tipo de filosofía, creo que en ellas se consideran menos tales unidades como escansiones relativamente débiles, secundarias y sobrepuestas en relación con la unidad primera, sólida y fundamental, que es la del autor y de la obra.

Cómo se individualizó el autor en una cultura como la nuestra, qué estatuto se le dio, a partir de qué momento, por ejemplo, empezaron a hacerse investigaciones de autenticidad y de atribución, en qué sistema de valorización quedó atrapado, en qué momento se comenzó a contar la vida ya no de los héroes sino de los autores, cómo se instauró esa categoría fundamental de la crítica “el hombre y la obra”; todo esto merecería sin duda alguna ser analizado.

“¿qué es una obra?” ¿qué es, pues, esa curiosa unidad que se designa con el nombre de obra? ¿de qué elementos está compuesta? Una obra, ¿no es aquello que escribió aquél que es un autor?

Entre las millones de huellas que alguien deja después de su muerte, ¿cómo puede definirse una obra?

Un nombre de autor no es simplemente un elemento en un discurso (que puede ser sujeto o complemento, que puede reemplazarse por un pronombre, etc.); ejerce un cierto papel con relación al discurso: asegura una función clasificatoria; tal nombre permite reagrupar un cierto número de textos, delimitarlos, excluir algunos, oponerlos a otros.

En una civilización como la nuestra hay un cierto número de discursos dotados de la función de “autor” mientras que otros están desprovistos de ella.

La función autor es, entonces, característica del modo de existencia, de circulación y de funcionamiento de ciertos discursos en el interior de una sociedad.

Tal propiedad fue históricamente segunda con respecto a lo que podría llamarse la apropiación penal.

El discurso, en nuestra cultura (y sin duda en muchas otras), no era, originalmente, un producto, una cosa, un bien; era esencialmente un acto –un acto colocado en el campo bipolar de lo sagrado y de lo profano, de lo lícito y de lo ilícito, de lo religioso y de lo blasfemo.

Históricamente ha sido un gesto cargado de riesgos antes de ser un bien trabado en un circuito de propiedades. Y cuando se instauró el régimen de propiedad para los textos, cuando se decretaron reglas estrictas sobre los derechos del autor, sobre las relaciones autores-editores, sobre los derechos de reproducción, etc., -es decir, a finales del siglo XVIII y a principios del siglo XIX- es en ese momento que la posibilidad de transgresión perteneciente al acto de escribir tomó cada vez más el cariz de un imperativo propio de la literatura. Como si el autor, a partir del momento en que fue colocado en el sistema de propiedad que caracteriza nuestra sociedad, compensara el estatuto que así recibía al encontrar el antiguo campo bipolar del discurso, practicando sistemáticamente la transgresión, restaurando el peligro de una escritura a la que, por otro lado, se le garantizaban los beneficios de la propiedad.

Hubo un tiempo en que esos textos que hoy llamamos “literarios” (narraciones, cuentos, epopeyas, tragedias, comedias) eran recibidos, puestos en circulación, valorados, sin que se planteara la cuestión de su autor; su anonimato no planteaba dificultades, su antigüedad, verdadera o supuesta, era una garantía suficiente para ellos.

No soportamos el anonimato literario: sólo lo aceptamos en calidad de enigma.

Lo que se designa en el individuo como autor (o lo que hace de un individuo un autor) no es sino la proyección, en términos siempre más o menos psicologizantes, del tratamiento aplicado a los textos, de los acercamientos realizados, de los rasgos establecidos como pertinentes, de las continuidades admitidas, o de las exclusiones practicadas.

Para “encontrar” al autor en la obra, la crítica moderna utiliza esquemas muy cercanos a la exégesis cristiana, cuando ésta quería probar el valor de un texto por la santidad del autor.

San jerónimo da cuatro criterios: si entre varios libros atribuidos a un autor, uno es inferior a los otros, hay que retirarlo de la lista de sus obras (el autor se define entonces como un cierto nivel constante de valor); lo mismo si ciertos textos están en contradicción doctrinal con las otras obras de un autor (el autor se define entonces como un cierto campo de coherencia conceptual o teórica); hay que excluir igualmente las obras que están escritas con un estilo diferente, con palabras y giros que en general no se encuentran en la escritura del escritor (es el autor como unidad estilística); finalmente, deben considerarse como interpolados los textos que se refieren a acontecimientos o que citan personajes posteriores a la muerte del autor (el autor es entonces momento histórico definido y punto de confluencia de un cierto número de acontecimientos).

Sería tan falso buscar al autor del lado del escritor real como del lado de ese parlante ficticio; la función-autor se efectúa en la escisión misma, –en esta división y esta distancia.

Todos los discursos provistos de la función-autor implican dicha pluralidad de ego.

La función-autor esta ligada al sistema jurídico e institucional que encierra, determina, articula el universo de los discursos; no se ejerce de manera uniforme ni del mismo modo sobre todos los discursos, en todas las épocas y en todas las formas de civilización; no se define por la atribución espontánea de un discurso a su productor, sino por una serie de operaciones específicas y complejas; no se remite pura y simplemente a un individuo real, pueda dar lugar a varios ego de manera simultánea, a varias posiciones-sujeto, que puedan ocupar diferentes clases de individuos.

Quizá es tiempo de estudiar los discursos ya no sólo en su valor expresivo o en sus transformaciones formales, sino en las modalidades de su existencia; los modos de circulación, de valoración, de atribución, de apropiación de los discursos, varían con cada cultura y se modifican al interior de cada una de ellas; me parece que la manera como se articulan sobre relaciones sociales se descifra de manera más directa en el juego de la función-autor y en sus modificaciones que en los temas o en los conceptos que emplean.

¿Cómo, según qué condiciones y bajo qué forma, algo como un sujeto puede aparecer en el orden de los discursos? ¿qué lugar puede ocupar en cada tipo de discurso, qué funciones puede ejercer, y esto, obedeciendo a qué reglas?

Viendo las modificaciones históricas que han tenido lugar, no parece indispensable ni mucho menos, que la función-autor permanezca constante en su forma, en su complejidad, e incluso en su existencia. Es posible imaginarse una cultura en donde los discursos circularían y serían recibidos sin que nunca aparezca la función-autor.

¿Cómo conjurar el gran daño, el gran peligro con que la ficción amenaza nuestro mundo? La respuesta es que se puede conjurar por medio del autor. El autor hace posible una limitación de la proliferación cancerígena, peligrosa, de las significaciones en un mundo donde se economizan no sólo recursos y riquezas, sino sus propios discursos y significaciones. El autor es el principio de economía en la proliferación del sentido.

Tenemos el hábito de decir que el autor es el genial creador de una obra en la que deposita, con infinita riqueza y generosidad, un inagotable mundo de significaciones. Nos hemos acostumbrado a pensar que el autor es tan diferente a los demás hombres, y tan trascendente a todos los lenguajes, que enseguida él habla, entonces el sentido prolifera de manera indefinida. La verdad es todo lo contrario. El autor no es una fuente indefinida de significaciones con las que se hace plena una obra; el autor no precede a las obras. El es un cierto principio funcional gracias al cual, en nuestra cultura, se delimita, se excluye, se selecciona; en resumen, gracias al cual se impide la libre circulación, la libre manipulación, la libre composición, la descomposición y la recomposición de la ficción. Si tenemos la costumbre de presentar al autor como genio, como surgimiento perpetuo de invención, es porque en realidad lo hacemos funcionar en un modo exactamente inverso. Diremos que el autor es una producción ideológica en la medida en que tenemos una representación invertida de su función histórica real. El autor es, por lo tanto, la figura ideológica gracias a la cual se conjura la proliferación del sentido.

Al decir esto pareciera estar clamando por una forma de cultura donde la ficción no estaría limitada por la figura del autor. Mas sería propio del más puro romanticismo imaginar una cultura donde la ficción circularía en estado de absoluta libertad, disponible para cada quien y desarrollándose sin estar referido a una figura de necesidad y restricción. Desde el siglo XVIII el autor ha jugado el rol de regulador de la ficción, rol característico de la época industrial y burguesa, de individualismo y de propiedad privada. Sin embargo, teniendo en cuenta las modificaciones históricas actuales, no hay ninguna necesidad de que la función-autor se mantenga constante en su forma, su complejidad o su existencia misma. En el preciso momento en el que nuestra sociedad está en un proceso de cambio, la función-autor va a desaparecer de una manera que permitirá, una vez más, funcionar de nuevo a la ficción y a sus textos polisémicos según un modo distinto; pero, siempre según un sistema restrictivo, que no será más el del autor y que aún está por determinar o, quizás por experimentar…